DEL SUSHI Y OTROS DEMONIOS

Hay algo en comer carne cruda que no me termina de convencer. Algunos años antes conocí el Carpaccio, o escalope, de lomito y descubrí que el placer de llevarse lonjas de carne cruda, semi cocinada in situ por los ácidos de limón, es divino. O sea, de Dios.

Pero este post está dedicado al Sushi. Por ende a Homero y Paco, mis dos amigos que me introdujeron a la fuerza a la gastronomía del arroz masudo y frutos del mar crudos. Gracias a ellos pude ampliar mi crasa cultura gastronómica de aquel entonces y abrirme a hacia nuevas experiencias.

Les cuento. Fui un niño consentido (y no me averguezo de ello), por lo tanto, mis hábitos alimenticios iban de la mano con mi gusto por las frituras y todo aquello delicioso de la comida rápida. Apenas algunos platos muy particulares de la comida nacional, eran de mi gusto.

Compartí casa con Paco, quien me presentó a Homero, nos hicimos amigos los tres. Y cuando Paco migró hacia los Países Bajos siguiendo su corazón, nos encontramos con Homer en la necesidad de seguir el ritmo de vida de aquel entonces, entiéndase, cerveza, ron, tabaco y parranda.

Un día se nos ocurrió ir a comer a San Felipe, en Antigua Guatemala, yo ordené la exquisita carne adobada de cerdo y aquel Revolcado, un guiso hecho en olla de barro con partes de la cara del cerdo (cachetes, lengua, ojos, cerebro, etc). Yo le expliqué que nunca volvería a probar dicho plato que me traumatizó de niño al ver la calavera del puerco dentro de la olla. Puta madre, que cosa más escalofriante.

Y desde entonces Homero descubrió que mi menú alimenticio era cegato. Y yo le decía que comer pescado crudo era del diablo. Así que la discusión se mantuvo hasta que un año luego Paco volvió y me llevaron a Sushi Itto a probar el plato, posiblemente el peor lugar para hacerlo. Me supo a amebas.

Pero luego de tanto probar y probar supe que es un gusto adquirido, como todo en la vida. Así que fui un converso de ello y ahora como la variopinta oferta que existe puedo saber que es una exquisitez culinaria.

Luego aprendí a hacerlo gracias a Henry, un chef a fuerza, agrónomo y gran amigo. Desde entonces no me volvió a gustar el ajeno. Y todo esto viene porque miré una fotografía de un rollo, un California (Norimaki, Philli, pepino, aguacate, camarón y arroz) y se me antojó con su salsa de ostras. Cerveza bien fría. Sin duda tendré que quitarme ese antojo lo antes posible. El de la cerveza, digo.