Estoy sentado en el parque de Escuintla después del almuerzo
y una modorra sube por el vaho de las alcantarillas que huelen a mercado, con
ese aroma dulzón de la podredumbre de las hortalizas y frutas que son vertidas
en los desagües. Si me concentro bien, puedo oler el tomate y zanahoria, con
algún animal muerto enmedio. El caldo de la muerte.
Pero también de la vida. En una oportunidad fui a Camotán y
el mercado no olía a nada, fue cuando descubrieron en ese municipio, una
sucursal de aldea de África. Exacto, de esas fotos de gente con el costillar de
fuera y los niños barrigones y de ojos hundidos y fue el boom periodístico:
muchas historias y muchas imágenes de gente muriendo, consumidas por el hambre.
Arriba, las golondrinas baten alas desesperadas y sospecho
que los truenos que se escuchan a la lejanía, no tardarán en venir a apagar el incendio
que consume la cabecera municipal del departamento más rico de Guatemala. Pero
esa riqueza se disfruta en las mansiones de España y Estados Unidos, en las
mansiones de los dueños de los ingenios.
No puedo olvidar la historia del señor que cansado de cortar
caña en la costa sur se larga de indocumentado a los tórridos brazos del sueño
americano y termina trabajando de jardinero al dueño del ingenio para el que
trabajó aquí en Guatemala. Le saludó cuando le vio y el magnate le contestó en
inglés algo que no entendió. A los meses le ofreció trabajo de jefe de
jardineros pero de vuelta en este breve e intenso país y se regresó.
Cavilo y un niño lustrador se sienta a la par mía en el
parque. Me mira los zapatos y mira mis botas de trabajo de gamuza y punta de
acero, no las puede lustrar y sólo sonríe y se sienta a la par mía a esperar la
lluvia, único premio para la población o castigo si se vive en las aldeas río
abajo donde el agua les llega a la cintura a la hora en que se toma el café.
Frente a mí hay dos hombres entrados en años que hablan de
futbol local, sus problemas son más grandes que todo. Rememoran a Pelé y
Garrincha mientras moscas llevan pensamientos de una cara a un brazo, de una
granizada al puesto de papas fritas, de la caca a la boca del vago que yace
tirado en una esquina de la catedral y que me mira duro y con ojos rojos.
Yo soy ese hombre tirado en aquella esquina, sobando por
osmosis algo de Dios por esas paredes amarillas. Recostado al sol duro que le
golpea los harapos como una displicente forma de venganza de la vida. Es un
cristo también, con una cruz imaginaria y una cruda monumental. Me mira fijo y
no parpadea, sólo resopla y se rasca la cabeza piojosa. Puedo ver bosones huyendo
de él, partículas de Higgs que se fueron a esconder al acelerador del Cern para
ser descubiertas, para que él viviera en libros también.
Mi miedo ahora es que ese sea yo. Que sea el verdadero
viajero del futuro y que regresé vencido por alguna paradoja y me haya dedicado
a la bebida, a tomar alcohol etílico puro, a comer basura de mercado, a
masticar tomates machucados, sucias zanahorias, a pelear a navaja el pan con
las ratas y los perros de la calle. Y allí estoy, esperándome para verme en el
pasado, cuando trabajaba y tenía esperanza de algo que nunca se sabe.
Porque la esperanza es una idea aleatoria, porque cuando
deseas algo se va transmutando conforme los años. Yo de niño desee un kit de
juego del Llanero Solitario y conforme los años se fue modificando tal anhelo
que luego desee a la vecina, luego ser escritor, luego que me pasara la época
del desempleo y ahora deseo que llueva de una puta vez. Pero los truenos están
lejos: hay esperanza, se acercan.
Nada de lo que pase en la ciudad o el mundo, será más
importante que este instante en un parque sucio donde la gente brilla con el
sol más fuerte y unas nubes negras avanzando lentamente con sus gotas gordas y
pesadas. Aquí cuando llueve las láminas replican el sonido de las
ametralladoras, deja de llover y las ráfagas de AK 47 suenan en las noches.
Ciudad de narcos también.
Los volcanes empujan las nubes, tapan el sol y goterones
aparecen. Uno cae sobre Satanás cabalga mi alma, el libro de Julio Prado que
leo pero dudo mucho que apague ese fuego. Lo cierro y empiezo a caminar rumbo a
mi auto antes que me cubra por completo el agua.
Las gotas duelen. No es metáfora, son goterones pesados que
se descuelgan de los cumulus nimbus con tal fuerza y volumen que la gravedad
las somata contra todo. Caen en la cabeza, los brazos y siento ese proyectil
deshaciéndose en mi cuerpo, matando el calor, refrescando algo el infierno que
es la tierra. El infierno que soy yo.
El jardinero del ingenio, el migrante frustrado pero con
trabajo fijo, el mismo que dejaría que le cortaran un brazo de agradecido, o
que se dejaría disparar un tiro de escopeta en el pecho por su jefe, me dijo
hace algunos meses que la lluvia es lo mejor para este mundo. La lluvia es al
planeta lo que esta tierra, su tierra para él: “Esta tierra me llama, no puedo
dejarla, estoy hecho de azúcar, me corre jugo de caña en las venas”, dice. Breve
e intenso, este país es un orgasmo, y como tal, inasible.
4 comentarios:
Jo!
bien invertidos mis minutos leyendote JP, este es el efecto de la narrativa e historia delirante: te desconecta, te apaga, te vuelve a encender en el parque de Escuintla, y sos de pronto el patojito lustre, que viaja sin visa a ver el viejito jardinero, ese al cual le corre en las venas jugo de caña. efecto secundario: apago la compu y hasta mañana.
Jo!
bien invertidos mis minutos leyendote JP, este es el efecto de la narrativa e historia delirante: te desconecta, te apaga, te vuelve a encender en el parque de Escuintla, y sos de pronto el patojito lustre, que viaja sin visa a ver el viejito jardinero, ese al cual le corre en las venas jugo de caña. efecto secundario: apago la compu y hasta mañana.
Me alegra que te haya gustado amigo, un abrazo.
Excelente relato. Gracias. Hoy leí varios tuyos por primera vez. Espero seguir haciéndolo.
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