Vendía chocolates en Barcelona. Mi amigo catalán era un vendedor de golosinas gringas en la ciudad donde pareciera que el monstruoso tridente de Neptuno intenta romper la tierra en forma de una catedral de piedra ideada por Gaudí.
Sentados en una terraza de la Caleta de Parafrugell comiendo pulpos fritos en aceite de oliva, le contaba la aventura de vivir en el tercer mundo. Los ojos le brillaban cada vez que le hablada de estos países sucios y encantadores que habitamos. Nunca imaginé que se vendría para acá cautivado por el mismo gen exploratorio de Gauguin. Supe de su llegada a Guatemala y su pronta partida a Belice donde el Caribe le llamaba con fuerza.
Lo encontré dos años después en Panajachel y me contó su rutina. Era pescador de langostas en Belice, y salía temprano en la madrugada cuando el agua estaba calma; se subía en un cayuco y remaba rumbo al arrecife donde se sumergía con arpón a sacar los ricos artrópodos.
Pescaba alrededor de cinco al día, lo que le suponía suficiente ingreso de sobrevivencia. El resto del día dormía escuchando reggae y comiendo frutos del mar. A la tarde, la rutina, aunque eventualmente le tocaba atender a grupos de turistas en busca de lugares alternativos para conocer. A cambio de algunos euros pescaba las langostas, las cocinaba y las servía con abundante ajo, pan de coco y cerveza lager. Fogata a la orilla de la noche y a escuchar a los garífunas contar las cosas que ellos cuentan.
Estaba bronceado, tonificado y menos vampiresco como cuando lo conocí en Europa; me habló de su próxima aventura nocturna que incluía canoas, mar y trasiego de mercancía de Honduras a Guatemala y Belice. “Nada de drogas tío, cervezas, mariscos, pan, carnes”, y encendía un puro que elevaba su aroma dulzón hacia la noche.
“No extraño el Mediterráneo; de noche es un mar frío y te agota los huesos. Allá en los cayos el agua es tibia de noche y es lo más cercano a flotar en una placenta, un enorme vientre de donde venimos todos”, me explicaba mi amigo hippie, enamorado de la natación nocturna.
Estábamos sobre un muelle y le ofrecí un Milky Way, rió y se comió la mitad recordando su antigua vida vendiéndolos. Nunca le volví a ver.
Ojalá, la mar no se lo haya llevado con su lancha de contrabando.
6 comentarios:
Y si se lo llevó la mar, pues hay peores formas de írnos que haciendo lo que nos hace felíces.
Y tenía razón respecto a nadar en la nocturnidad y la diferencia de hacerlo en el Mediterráneo en dónde hasta en verano el agua es fría, mientras que nadar en las aguas de nuestras latitudes te recuerda un protector y cálido vientre materno quién sabe que haya regresado a él...
porqué tan pesimista... si tienes noticias de él escribe pronto en tu sección. quizás se fue a tomar nuevos aires.!!
"lancha de contrabando" que figura tan misteriosa y muy poética, espero algún día contrabandear por que eso quiere decir que alcance otro puerto. Y no quedarme a la deriva como en estos momentos. Por ahora elijo ser "Gabriel" contrabandeando pensamientos.
Cómo me gustaría dejarme ir así, de esa manera, a la deriva. Quizás, en cierta forma, he hecho algunos intentos, pero las cuerdas que me atan de los tobillos a esta realidad me han hecho hundirme y tragar agua. Casi me he ahogado muchas veces, pero no moriré sino cuando el agua inunde por completo mis pulmones.
TRUDY: de acuerdísimo.
MAYRA: nadar en un vientre cálido materno, es acaso, lo que buscan los medallistas olímpicos.
ANÓNIMOS: saludos.
FACUNDO: es facil hacerlo, precipios y puertos hay en todos lados, al alcance de la mano. Un abrazo mi querido amigo.
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