lunes, 18 de noviembre de 2013

CONDENADOS AL FUEGO: BULA DIVINA


Hace mes y medio se publicó la edición literaria de Capiusa, una revista de diseño, ilustración y fotografía que ha marcado tendencia y expuesto a los nuevos talentos. Tiene el mérito de sobrevivir con su esencia intacta. Me solicitaron una colaboración sobre los libros prohibidos y la publico ahora en el blog antes que se me olvide que la escribí. Gracias al staff capiusero y al talento andante conocido como Luis Villacinda por tomarme en cuenta. La pueden descargar acá. A lo que truje Tencha...


Usted no lo va a creer pero en mi casa me prohibieron leer literatura porque era para huevones, desobligados, ricachones, fariseos y poetas (tómelo como insulto). Y realmente le hubiera hecho caso a mi padre, ahora que soy pobre, pero siempre me atrajo la investigación del alma humana, la letra como ladrillo del conocimiento, la ciencia como lo vivo del universo, todo aquello que cuestione la deidad, que derrumbe esquemas como un Minotauro ebrio en casa de putas (zaz, sale una pobre volando de una cornada mientras baila Love Hurts, de Nazareth… ¿Hurt, dolor, entienden la ironía? Pues no se ría porque tiene derecho a ganarse la vida como mejor pueda).

La prohibido, señores es mi patria de acción, aunque ustedes no lo crean. Talvez me mira usted muy formal pero la perdición de las almas y sus pasiones más bajas es lo que a mi criterio, hace al hombre; de esa naturaleza torcida, nace lo más recto. Si no me cree, mire el árbol más portentoso y de mejores frutos que exista: tiene el tronco robusto pero la raíz es una maraña que se mete a lo oscuro y se profundiza buscando en la negra tierra, quebrando piedras y encontrando alimento en gusanos, hojas podridas, cuerpos muertos, aguas negras, caca, deshechos, el alimento para crecer. Eso es el hombre: un ente que se alimenta del abono, la mierda que lleva dentro. Del ying, lo negro del taijitu, la contraparte del yang.

Talvez mi primera prohibición fue la revista La Semana, por el desnudo femenino que allí aparecía y que tanto me gustaba ver. Tenía acaso ocho años y ya disfrutaba de esas figuras que tanto renegó la iglesia, mi iglesia la católica, en la edad media. Pero yendo más atrás, está la nefasta quema de la biblioteca de Alejandría que mató a manos de los pirómanos cristianos, cientos de miles de manuscritos, papiros, tablas cuneiformes de conocimiento de culturas vernáculas que poco tenían que ver con el soso cristianismo. Dios padre los perdone.

¿Quién prohíbe?
Los dioses, todos los chingados dioses son unos intolerantes. Desde los mayas hasta los cristianos, nórdicos y griegos. La culpa de las prohibiciones son mandato divino. O al menos es lo que los sacerdotes, brujos, chamanes, guías espirituales, rabinos o imanes, nos han hecho creer al resto de la población.

Las religiones fueron el primer poder establecido de facto. Fue esta élite la primera en alcanzar beneficios económicos, sociales y políticos. Ellos deciden el destino de lo que es culturalmente bueno y aceptado para la población,  es decir, “guiar” la educación y prever que el libre albedrío se ponga a la orden de los cambios. No miro a Cash Luna cuestionando su status quo.

Para que lo conozcamos más de cerca, hay un listado en el Vaticano, un libro que es una enumeración de prohibiciones históricas, el Index Librorum Prohibiturum que recopila desde mediados del siglo XV hasta mediados del siglo XX, aquellas publicaciones que no deben ser leídas por el buen cristiano. Engloba en un cuadro de ¿honor? a nombres como Francisco Rabeleis (autor de Gargantúa y Pantagruel, los dos gigantes más chingones de la literatura), Víctor Hugo (Los Miserables), Pierre Larousse (así es, el mismo del Diccionario Ilustrado que todos tuvimos en el colegio y que estaba prohibido hasta 1966), Marqués de Sade (Justine), Jean Paul Sartre (El ser y la nada) y David Hume (De la superstición y la religión). Este último básico y padre filosófico de un autor francés indispensable para la literatura moderna como Michel Houellebecq (Las partículas elementales) o la filosofía, como Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre).

Enumero algunos nombres y títulos nada más de lo que aparece en el Index Librorum Prohibiturum, sin contar los nombres de libros de brujerías o religiones alternas, masonería, rosacrucismo o esos libros de new age que a los hippies les gusta leer. Pero no los dejo con la duda, estos son algunos para que hagan su tarea y traten de sacar el diablillo que todos llevamos dentro.

La famosa biblia del diablo Codex Gigas (supuestamente escrito en una noche por el monje Hernann para salvar su vida), Demonolatría (Nicolás Remy), Compendium Maleficarum (Francisco María Guazzo), todos los códices del Nuevo Mundo por enseñar abstracciones del cosmos diferentes a lo enseñado por el catecismo católico. Es más, a William Tyndale lo hicieron churrasco por traducir la Biblia del latín al inglés, buscando democratizar el conocimiento de las escrituras, algo que al Vaticano le pareció insufrible y ¡a la parrilla cabrón!

No empiecen a esconder sus cruces, creyentes, el cristianismo no ha sido el único, no se apenen. El islam tiene una larga tradición de prohibir libros como de atentados terroristas, sin entrar a detalles, uno de los casos contemporáneos más sonados es el de Los Versos Satánicos de Salman Rushdie, donde la fetua – o mandato islámico – ofrece por su cabeza $3 millones. Todo por asociar la iluminación de Mahoma por el arcángel Gabriel a una versión moderna de Londres con tintes de Bollywood. Esa mara.

¿Por qué se prohíbe?
Porque necesita hacer desaparecer todo aquello que ponga en tela de juicio las verdades irrefutables, dogmas propios de la clase dominante. Por ejemplo, situémonos sin ir tan lejos en la Guatemala de finales de la década de 1970: tener un libro que hablara de socialismo, comunismo, materialismo histórico, dialéctico, poesía, con nombres de apellidos rusos, era suficiente para ser tratado como enemigo de la patria y zaz, torturas, mutilaciones y muerte por dolor. El conocimiento, amigos, ha costado vidas. Que lo digan los chinos con Mao.

Recordemos el tan sonado caso de un libro que cambiaría la historia de la religión y la ciencia, un pequeño tratado que nace de algo tan voyeur como ver a través de un telescopio: el libro se llama Sidereus Nunciuso en castellano para aquellos pobres que no hablan latín, “El Mensajero Sideral” (si usted piensa que es un locutor de alguna estación de radio de nombre similar, por favor abandone la lectura de este artículo y regrese a primero de primaria. De nada).

Este libro, que no es otra cosa que una libreta de notas y observaciones de un tal Galileo Galilei, demostraba que la tierra no es el centro del universo tirando por los suelos la teoría ridículorreligiosa llamada Heliocentrismo, motivando así un tribunal de Santo Oficio para juzgar al autor y terminando en la prohibición de tal publicación, así como de otros tres que el autor utilizó como referencia. Mi iglesia católica, tan bella ella y “sin embargo se mueve”.

Las razones políticas se derivan de las razones religiosas, los comunistas tenían prohibido leer libros de occidente; y los capitalistas tenían prohibido entender el comunismo, ya saben, en bandos polarizados pierda la cultura y gana la industria armamentista. Ya, eso fue la Guerra Fría en resumidas cuentas, les ahorré descargar el artículo del Rincón del Vago o la Wikipedia.

Otro caso de prohibición por razones políticas fue Mi lucha, de Hitler. El famoso manual de la ideología fascista nacional socialista , tres términos políticos que sólo cabían en la mente de Adolfito. El borrador de la obra fue un manuscrito mal redactado con los pilares del nazismo que le dio forma Rudolf Hess, obteniendo a cambio una obra política con trazas neopaganas y altamente peligrosa para la vida de los judíos.

Al final de la Segunda Guerra Mundial las propiedades de Hitler pasaron al estado de Baviera y su libro también, donde fue prohibida su reproducción, algo que termina en diciembre de 2015 donde se podrá adquirir nuevamente en el país bávaro. Estados Unidos no lo tiene prohibido y se lee fecundamente en los grupos radicales sureños como el KKK, los mismos que cuestionan la evolución y enseñan creacionismo en las escuelas… God Bless America.

El arte de prohibir la palabra
Ser escritor, ser poeta, ser libre pensador, un libertino – entender que ser uno no lo convierte ipso facto en lo otro – no siempre ha sido algo fácil de ejercer. Las vanguardias han sido las más menospreciadas por el pensamiento conservador, que aunque usted no lo crea, también enquista la academia de letras y artes en general.

Prohibir libros no se circunscribe a la edición de obras existentes. Es un llamado de atención a los autores activos sobre qué no escribir. Prohibir significa censurar y la censura afecta más a los creadores que a los consumidores de arte o literatura, porque si no se hace, simplemente no se conoce. Sencillo: el mejor libro para los censores es aquel que no se escribe, que el autor silencia o aborta en su mente y no lo gesta, no lo pare y no lo saca a la luz. La censura es el anticonceptivo de las ideas y tomarlo, es una decisión personal.

Cierro esto haciendo un listado de aquellos escritores que se sobrepusieron a ese cinturón de castidad mental. Muchísimas gracias Charles Darwin, Lewis Carroll, Cervantes, Boccaccio, D.H. Lawrence, Boris Pasternak, todos los poetas rusos muertos por la dictadura stalinista, George Orwell, Shakespeare, James Joyce, Marqués de Sade, los escritores beatniks, los suicidas japoneses, las inglesas victorianas, los simbolistas franceses, Edgar Allan Poe, los dandis latinoamericanos, los borrachos como Bukowski. Estuardo Prado en Guatemala.

Todos ellos, antenas del universo creativo y del hondo abismo que somos los humanos.


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