martes, 19 de noviembre de 2013

SIMÓN PEDROZA: APROXIMACIÓN A UNA LEYENDA

Simón Pedroza es el verdadero dueño de la zona uno. No hay otro. No conozco a nadie capaz de llegarle a los tobillos a discutirle el trono. Su flaca figura se diluye por las paredes como un ninja de letras. Insisto, podrán comprar ladrillo por ladrillo y el alcalde peatonizar todas las calles, los gobiernos pasan y pintarán y despintarán las propagandas; pero dueño, el verdadero, sólo hay uno y es Pedroza.

Para la inauguración del Festival del Centro Histórico de este año mi promotor de arte y literatura favorito, el escritor Pablo Bromo, tuvo a bien reunir durante una tarde a varios escritores para que se acercaran al público interesado en las letras, una especie de feria literaria en vivo, y Simón cerró el encuentro con una intervención magnífica. Me lo contaron, yo llegué tarde.

Me dijeron que hipnotizó a los asistentes con su lectura, con sus poemas taconeados de adjetivos, de calle, de alcantarilla, de ternura, de metafísica que gira alrededor del concreto. Regó alpiste en la plaza y las palomas de la imaginación volaron. Tiene el alma de smog intacta.

Salimos a la 12 calle a platicar con él, tenía rato de no hablarle y me encanta hacerlo con este tipo de personajes tan cercanos a la verdad. A su verdad. Esquina de la 7ª avenida y 12 calle de la zona 1, hacia arriba rumbo a los barcitos de moda, caminaban grupos de chicos con sus novias, disfrazados de zona 1.

Gafapastas, playeras con sentencias burlonas, tweed con tenis, y ellas con pelo peinado estilo despeinado, leggins estampados de piel de felinos y equilibrando el torneado cuerpo en tacones imposibles. Sexy desparpajo. La nueva moda del intelectualismo cutre y el turismo peligroso y misterioso por el Centro Histórico. Los guardaespaldas nos miran recelosos.

La señora que cuida los autos, nos enseña a Bromo y a mí cómo abrir una cerveza con un cortaúñas. Estamos parqueados con el baúl abierto y música sonando para nosotros, reímos, grandes parranderos y somos iletrados en secretos de calle tan simples como abrir una cerveza sin destapador. Aparece Simón, toma una botella, coloca la boquilla contra el filo de una ventana y la tapita vuela como por arte de magia. Minutos antes intenté eso y me tuve que tomar la chela con sabor a ladrillo.

Saca unos cigarrillos raros que le regaló Giovanni Pinzón cuando viajó a Los Ángeles, no causan adicción porque no tiene nicotina, parafina, parabenes, alquitrán, cianuro y no sé qué tantas cosas más. Saben bien. Le comento algo del tabaco del oriente del país, mis tíos que tanto lo cultivaron en Estanzuela, que viven en Sanarate… “Sanarate es duro. Me recuerda a mí cargando bultos con verduras”, dice sin broma, como anécdota de infancia.

Hablamos con Simón sobre ese municipio. Sobre la muerte de Ricardo Andrade y que él creció allá, de lo duro de la vida de campo. Y yo le dije que allí también, había pasado mucho tiempo de niño. Tenía (muchos emigraron a Estados Unidos, otros siguen allá) unos primos magníficos que yo admiraba por sus habilidades para el campo y que yo lo único que sabía hacer, era inventarles historias. Les quiero muchísimo con ese cariño de sangre y de un tiempo en que éramos animales jóvenes brincando por un campo sin mayor preocupación que quién iba a ser ladrón o policía.

Una semana antes evocaba ese tiempo en la casa del embajador de Argentina en Guatemala, don doctor Ernesto López. Fue para una actividad sobre los vínculos literarios entre Guate y el país de la plata. Ya en el coctel abordé a José Luis Perdomo, que fue uno de los invitados al foro y le comenté que precisamente estaba releyendo su compendio sobre Óscar Wilde “Los Otros son Horribles” y nos enfrascamos en una corta pero densa conversación sobre ello, me presentó a una señora vestida a la usanza gitana pero con dinero, que hablaba y hablaba y me dijo que era originaria de Sanarate. Yo le explicaba lo mismo que le explicaba a Simón en ese momento.

Hicimos un estimado y nos separaban dos kilómetros. Nos sorprendía el mismo paisaje árido y rocoso de ese lugar. De piedras y colinas con zarzas, de nidos de pericas y plantaciones de sandías,  que luego de andar por horas bajo el sol, se abrían de un golpe contra un piedra y ofrecían su centro rojo y caliente y dulce, a la sed de unos niños que se saciaban el ansia exploratoria en el oriente del país.

Tomando agua de los bebederos del ganado, soplando las babas de los equinos que flotaban en la superficie y metiendo la cara al fondo para tomar agua fresca y limpia y fría. Tomar de esa manera era con doble propósito, porque se refresca la sed y se moja la cara. Todo eso lo aprendí de mis primos a quienes yo miraba como unos Bear Grillys que me pasaban su conocimiento de campo. Les admiraba mucho con esa capacidad que tenían de lazar vacas, tomar con firmeza el azadón,  cargar becerros y sujetar de los cuernos a los animales.

Ellos me enseñaron a tirar con honda, a no poner el pulgar en la trayectoria del guijarro, a adivinar hacia dónde caminaría la lagartija. Es decir, a preveer y adivinar el futuro. Éramos niños morenos tierrosos, una manada de coyotes jóvenes merodeando colinas áridas, investigando y haciendo travesuras. Rayándome la espalda cada vez que pasábamos un cerco de púas.

A dos kilómetros, le decía a Simón, andábamos cerca en la misma área, sintiendo el mismo sol, el mismo vértigo de mediodía por el calor. Esa permanencia fantasmal con que vivirán los pueblos para siempre en los que vimos las sombras de un poste transitar de la casa de los Carmona a la de los Orellana, de lado a lado de calle. Las granizadas con su nube de abejas, el panal de avispas que bajamos con una vara y comimos de esa miel ácida que nunca saldrá del gusto. Por las noches sueño que me persigue aquel perro enorme de la carnicería y me destroza.

El cielo azul a la tarde, esa bóveda donde el sol se levanta en el oriente y corre al poniente. Sólo era girar la cabeza, la noche avanzando en el este, y el sol aun brillando en el oeste, la luna clara descorriendo las cortinas de la noche y las estrellas, incontables, peinando el cielo negro. El sonido de los pasos en esos caminos, pateando piedras, una tierra árida que había (hay) que hacer milagros para sacarle tomate, papaya, melón, sandía, pepino. Masticando el astringente jocote de marañón, nances, manías.

Esa tarde en que quise sorprender a mis primos fabricando una trampa como en las caricaturas: maíz, una caja y una cuerda para agarrar palomas salvajes y comerlas asadas. Ya había juntado el fuego y nos agarró el atardecer. Era noviembre como ahora y la lluvia de estrellas nos sorprendió en la noche. Les hablé entonces de robots invisibles que bateaban los meteoritos protegiendo la tierra, todo para desviar la atención de mi fiasco de la trampa, inventando siempre todo, contando historias que nos hacían reír. Y vos Simón, al otro lado del pueblo, ¿qué hacías?

Esa tierra seguro te marcó para siempre antes de ser poeta, de crear con las manos instrumentos para escribir y dibujar, de ser un artesano, un artista, un personaje que se desdibuja en las sombras de una ciudad de concreto. Seguro hicimos cada uno sus propios barriletes para salir a levantarlos en las tardes, ¿viste que siempre se inclinaron a la ciudad? Pedroza, era un extraño en esos parajes, estoy seguro. Su destino como artista le trajo a una selva más estática pero muy de él: el centro de la ciudad. Él es el Tarzán de estos lados y las políticas y sus políticos, sus monos. Un artista construido por el sol de Sanarate, brilla desde una bicicleta negra.

Ahora es noviembre como hace 25 años y nos encontramos en esta esquina riendo y hablando de las cosas bajo un cielo y una noche distinta. Ya no hay silencio ni grillos arrastrándose, ahora existen luces y un auto que pasa frente a nosotros destilando reaggetón. Quisiera tener una honda y la bolsa llena de guijarros lisos de río.

2 comentarios:

Sergio Haroldo Briones Díaz dijo...

Estimado J.P. Dardón, noviembre aniquila muy suavemente las horas que caen en el centro, porque sí, porque noviembre es de naturaleza muerta en la que florecen las soledades en grupo,especialmente sobre la 7a. avenida (bueeee, también por otras calles y subterfugios del centro histórico). Es este mes en donde confluyen los avistamientos de OVNIS, poetas y otros mitos del mismo rango en calles y esquinas inverosímiles de la zona 1, especialmente cuando los cielos estan irrreales de tanto azul incendiado por allá por el volcan de fuego.

Ni modo, no hay más que sufrirlo y caer sobre alguien del calibre de Pedroza y sus pastelitos para desmembrar la hebra de lo que cualquier mortal llamaría: vida.

eso es lo que puedo traducir después del texto, la metamorfósis del significando y de la pertenencia. El caos en la figura del poeta de la bicicleta, del flaco, de las horas (que con tanta rabia) también nos deshacen en partículas y letras.

saludos

Noviembre

H dijo...

Aquí hay algunos momentos - http://www.behance.net/gallery/Simon/12422979