Hay una
mujer. Hay una mujer en la esquina y mira a su niño - que no pasa los tres años
- jugar con una vaquita roja y sucia de pestañas largas, ojos de caricatura,
estáticos y permanentemente alegres. Tiene rueditas y el crío la arrastra de
acá a allá en un pasto de concreto. La sube por momentos al único pedazo de
tierra con grama: un ficus que se alimenta del humo de los buses.
Su
padre vestido de payaso hace lo que sabe hacer frente a su público que acelera
los motores, seres bufando adentro de los automóviles. No da risa, da pena,
pero no se rinde. Allí va de nuevo con el nuevo rojo, a hacer payasadas y se
abren dos ventanillas y dos quetzales. Es un ser invisible por lo tanto
invencible, porque nadie repara en él y torea motocicletas mientras se ríe y la
mujer abre los ojos alegremente. No es sujeto a robo, no es sujeto a muerte, no
es sujeto a esa idea de progreso que reza la valla de metal 25 metros arriba.
Esa
mujer es la misma que le maquilla en la mañana, esa mujer se sienta en el dintel
de la puerta a ver pasar el sol y a ver crecer la grama del ficus, y a ver
crecer a su hijo en la escuela de la banqueta. Mira esa mujer, el mundo pasar a
ras de llanta, sentada y parada, cargando a un niño que ríe con una sonrisa
plena. La infancia es ese espacio donde todo sorprende y la alegría es jugar a
tirar piedras contra las piedras.
Desde
la mañana y desde hace tres años visita esta mujer con su familia a esa
esquina. Es su oficina sin renta, es la calle a punto de atropellarlos. Es la
hora de la siesta, puedo ver al niño acostar en la grama, bajo la sombra del
árbol a la vaca de plástico, para que no sufra calor y duerma luego de una
jornada de juegos. La cuerda es sucia como una avenida y se extiende a lo largo, el viento de Noviembre mueve la cuerda y la avenida se mueve con ella, con las hormigas motorizadas, hipnotizadas con las líneas intermitentes del asfalto.
Se
acurruca en los brazos de la madre, esa mujer arrulla a su niño sentada,
también es ella una niña del polvo. He pasado cerca de la escena y la escucho cantarle
al infante la misma canción que me cantaba mi nana Carmen en las noches de
Escuintla: Mish, mish, mish / Mishito mío
caza ratones / Por los rincones. Ya es de noche y el niño duerme como
tantos otros felinos sucios, equilibrando la vida en la orilla de la banqueta y
ese abismo debajo llamado calle. Sueña que cae en sus cuatro patas.
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