martes, 3 de diciembre de 2013

EL NIÑO GATO


Hay una mujer. Hay una mujer en la esquina y mira a su niño - que no pasa los tres años - jugar con una vaquita roja y sucia de pestañas largas, ojos de caricatura, estáticos y permanentemente alegres. Tiene rueditas y el crío la arrastra de acá a allá en un pasto de concreto. La sube por momentos al único pedazo de tierra con grama: un ficus que se alimenta del humo de los buses.

Su padre vestido de payaso hace lo que sabe hacer frente a su público que acelera los motores, seres bufando adentro de los automóviles. No da risa, da pena, pero no se rinde. Allí va de nuevo con el nuevo rojo, a hacer payasadas y se abren dos ventanillas y dos quetzales. Es un ser invisible por lo tanto invencible, porque nadie repara en él y torea motocicletas mientras se ríe y la mujer abre los ojos alegremente. No es sujeto a robo, no es sujeto a muerte, no es sujeto a esa idea de progreso que reza la valla de metal 25 metros arriba.

Esa mujer es la misma que le maquilla en la mañana, esa mujer se sienta en el dintel de la puerta a ver pasar el sol y a ver crecer la grama del ficus, y a ver crecer a su hijo en la escuela de la banqueta. Mira esa mujer, el mundo pasar a ras de llanta, sentada y parada, cargando a un niño que ríe con una sonrisa plena. La infancia es ese espacio donde todo sorprende y la alegría es jugar a tirar piedras contra las piedras.

Desde la mañana y desde hace tres años visita esta mujer con su familia a esa esquina. Es su oficina sin renta, es la calle a punto de atropellarlos. Es la hora de la siesta, puedo ver al niño acostar en la grama, bajo la sombra del árbol a la vaca de plástico, para que no sufra calor y duerma luego de una jornada de juegos. La cuerda es sucia como una avenida y se extiende a lo largo, el viento de Noviembre mueve la cuerda y la avenida se mueve con ella, con las hormigas motorizadas, hipnotizadas con las líneas intermitentes del asfalto.

Se acurruca en los brazos de la madre, esa mujer arrulla a su niño sentada, también es ella una niña del polvo. He pasado cerca de la escena y la escucho cantarle al infante la misma canción que me cantaba mi nana Carmen en las noches de Escuintla: Mish, mish, mish / Mishito mío caza ratones / Por los rincones. Ya es de noche y el niño duerme como tantos otros felinos sucios, equilibrando la vida en la orilla de la banqueta y ese abismo debajo llamado calle. Sueña que cae en sus cuatro patas.

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