(Este es un breve relato publicado en Revista Contrapoder para el especial de Navidad 2013. Está basado en una historia real.)
Había agarrado chupa desde
el 22 de diciembre. Era el descanso de Otto, supervisor de la única refinería
allá a finales de la década de 1970. La vida era justa pero calurosa en
Escuintla, máxime cuando el sol de mediodía se levanta pleno y empuja la cabeza
de los habitantes rumbo al suelo, al vaho hediondo y dulzón de sus calles.
Sin nada que hacer en un pueblo repleto de
golondrinas y borrachos, había que convertirse en uno. La cerveza de mediodía
se convierte en el ron de la noche; y este en el caldo de la mañana siguiente
acompañado de agua mineral y nuevamente, ron. Y cerveza a mediodía y ceviche
para comer y nuevamente el ron de la noche. Si los franceses hablaban del hada
verde del ajenjo, esta es la siguanaba etílica, ambos con efectos alucinógenos
en el abuso.
Escuintla, donde por cada cantina hay una
golondrina y por cada palmera una ramera. Guaro y putas y así fue su vida, me
cuenta. Se enamoró de una salvadoreña y que hacer sino esperarle en la cantina de
enfrente. Pero esa noche no salió. Tuvo que entrar a buscarle para que apurara
el paso. Estaba de la mano de otro, no de un cliente, otro novio. Arranque de
celos y el sillazo en la espalda al nuevo pretendiente desató la hecatombe.
Pelea de bar y a la cárcel.
Fue viernes por la noche la trifulca, amaneció
sábado preso y lo soltarían hasta el lunes, lo que significa que pasaría
Nochebuena y Navidad encerrado junto a los asesinos, los traficantes, los
violentos cortadores de caña enloquecidos por guaro. ¡Qué hacer si no sufrir la
cruda colectiva! Organizaron un partido de fútbol y se ofreció de defensa
central. El calor y el patio empolvado, el sudor oleoso, el aliento pesado
evaporando el alcohol desde los pulmones. Lo organizaron sábado por la tarde
para jugarlo domingo en la mañana.
Su equipo compuesto del portero (un carnicero que
en un arranque de celos mató al supuesto amante de su mujer con un hachazo al
parietal), le acompañaban en defensa dos hermanos indígenas que no hablaban
español, volanteaban tres hondureños cuatreros y adelante los cortadores de
caña que se agarraron a machetazos con otra cuadrilla en Santa Lucía
Cotzumalguapa.
El equipo contrario, los sin camisa compuesto de
una orquesta del crimen similar. El árbitro fue un árbitro colegiado que estaba
también recluido por escándalo en la vía pública. Hermanados en el deporte,
iniciaron el largo partido el día de Navidad. Otto, siendo supervisor y
traductor de inglés en la refinería no podía estar preso, así que los gringos –
sus empleadores - le llevaron al abogado corporativo para sacarle de allí.
No quiso salir, estaban a medio tiempo y empatados
a dos. Irse significaba la derrota, el abandono del equipo y la camaradería
rota. "Vos no sabés de quién vas a necesitar en el futuro", me dijo.
Así que la triada de gringos en enojo completo, junto al barrigón y sudoroso
licenciado, tuvieron que hacerla de porristas para alentar al equipo. Era
Navidad y el mejor regalo era ganar algo en una tierra que dispone al destino
de perder. Empate y tiempo total. Penales.
Otto metió el suyo. Con ese ganaron. Celebraron
todos abrazados untándose el sudor de los sobacos en un éxtasis de hombres
crudos, rutilantes y libres en la cárcel. Me lo narra con los ojos encendidos y
miro en sus pupilas aun el polvo levantado de ese Diciembre ventoso de reos
alegres. Los guardias de presidios celebraron disparando al aire, emocionados
de tan fabuloso encuentro.
Esto me lo contaba Otto hace 30 años, cuando yo
tenía siete y esperaba que Santa Claus aterrizara su trineo en la terraza de la
casona de los abuelos en el centro de Escuintla. Amigo de la familia, seguía
trabajando en el mismo puesto, esperaba ese día que su novia, una nicaragüense,
saliera de trabajar para pasar juntos las fiestas en San José.
Ese día yo también esperaba pero a Santa Claus. Fue
la primera desvelada de mi vida y como no llegó, empecé a sospechar de su
existencia. Que no le gusta el calor, sólo la nieve. Yo quemaba cuetes desde la
terraza y pateaba una pelota plástica jugando con los reos descollantes de la
imaginación.
Entiendo totalmente esa felicidad de ganar algo allí dentro, 50 pesos en la lotería con el ajustamos para mandar a pedir pizza un domingo, un partido de volley...yo también quería en el fondo, quedarme para mi cumpleaños pero esa espera era un poco más larga que el medio tiempo de un partido.
ResponderEliminarExcelente para corto.
ResponderEliminarANA: me tienes que contar esa historia, fascinante.
ResponderEliminarLEO: así es, ya miro esas imágenes solarizadas escuintlecas. Saludos.