martes, 4 de febrero de 2014

EL LOBO DE WALL STREET, O THE GREAT OF WALL STREET, O THE WOLF GATSBY


Martin Scorsese tiene esa violencia tan barrio, tan minoría inmigrante que se devela un cautivo por la subcultura de la barriada, la mara, los pequeños grupos delictivos que controlan grandes porciones de negocios supuestamente legales.

No le creo del todo cuando hace historias infantiles como la maravillosa Hugo que logró un mundo de fantasía a partir de la vida del cineasta Méliès; eso sí, cuando se trata de plasmar la vida de los italoamericanos y la violencia alrededor de ellos, es un maestro. Un maestro del cliché porque dudo que todos sean asesinos en potencia comedores de espagueti.

Por eso, enfrentarme a The Wolf of Wall Street fue una sorpresa porque acá la firma Scorsese de la violencia sigue vigente pero dejó las balas por las situaciones inverosímiles de fiesta y excesos de otra minoría estadounidense pero igual de cutre: los corredores de bolsa de New York.

Retrata el hambre de un tipo por hacerse primero de dinero y luego de poder. El protagonista es Jordan Belfort un bróker venido a menos en las grandes ligas que encuentra su nicho de mercado en las acciones de a centavo, suficiente para hacerse de dinero a costa de estafas y malversaciones de bolsa de valores.

En esta película es interpretado por el muso de Scorsese, Leonardo DiCaprio quien nos ofrece un tipo adicto al poder, al crecimiento de una empresa ultra rentable, fundada en la estafa a la clase obrera y en ricos incautos. No se dispara una sola bala en las casi tres horas de producción, pero el ambiente es de una violencia psicológica que una balacera hubiera sido excesiva. Como vivir en Guatemala y eso ya no es patria del entretenimiento, sino de la angustia.

Verle a DiCaprio como director de la banda del infierno me ofrece una versión más real del papel que hizo en The Great Gatsby, todo meloso y plástico como suelen ser los delirios de Baz Luhrmann – pero preciosos, eso sí – del magnánimo Jay Gatsby que se antepone al megalómano de Jordan Belfort.

Entre estos dos personajes se narra la caída en picada del sueño americano, Jordan Belfort es Jay Gatsby en drogas, en medio hay dos guerras mundiales y petróleo. Nos muestra a distiempo, sentencia talvez, que todo lo bueno termina y “hasta la belleza cansa”, como diría mi maestro José José.

DiCaprio se ha develado como un tipo brillante a la hora de personificar seres torturados y la cara bonita que era, es hoy un lienzo en blanco para colocar las emociones más duras, el desplante más cínico, los excesos maravillosos del infierno que es el ser humano. ¿Merece un Oscar? Nunca. Hizo Titanic.

Es un filme emocionante, sin duda, pero no deja de darme ideas de las réplicas que se intentará hacer de esta película en las altas esferas de chicos que más que buscar dinero - que lo tienen - querrán ser los Belforts de las fiestas.

No tome mi crítica en el sentido moralista, sino en el sentido de la influencia de un estilo de vida displicente hacia todos aquellos que no son iguales a ellos, o fuera del círculo. Los mirreyes del exceso, del fracaso nuestro como sociedad, la impronta cosificación del otro, el lumpen del oro.

Será gracioso ver a los formadores de opinión política de este mi país que quieren meter su cuchara hasta en esferas que no entienden, como la cultura, como condenan este tipo de cine al ver las tomas de la actores inhalando cocaína, defenestrando al prójimo, cero ética laboral, sexo puerco e intenso.

Al criticar ese estilo de vida, no caen en cuenta que ellos mismos son los que propiciaron ese ambiente al pasar encima de toda ley humana y divina que se haya creado o creará. No entienden tampoco que hay potros que no se atan y que queman las riendas. Es natural y poco se puede hacer para meterlos en la gris bolsa de la normativa.

Mientras ellos se somatan el pecho, sus juniors juegan a ser el canchito DiCaprio y se lanzan en picada a una ciudad que toma lo que sea al costo que sea. Hasta ganas de aullar me dieron, old sport.

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