Martin Scorsese tiene esa violencia tan
barrio, tan minoría inmigrante que se devela un cautivo por la subcultura de la
barriada, la mara, los pequeños grupos delictivos que controlan grandes
porciones de negocios supuestamente legales.
No le creo del todo cuando hace historias infantiles
como la maravillosa Hugo que logró un
mundo de fantasía a partir de la vida del cineasta Méliès; eso sí, cuando se trata de plasmar la vida de los italoamericanos y
la violencia alrededor de ellos, es un maestro. Un maestro del cliché porque
dudo que todos sean asesinos en potencia comedores de espagueti.
Por eso, enfrentarme a The Wolf of Wall Street fue una sorpresa porque acá la firma
Scorsese de la violencia sigue vigente pero dejó las balas por las situaciones
inverosímiles de fiesta y excesos de otra minoría estadounidense pero igual de
cutre: los corredores de bolsa de New
York.
Retrata el hambre de un tipo por hacerse
primero de dinero y luego de poder. El protagonista es Jordan Belfort un bróker
venido a menos en las grandes ligas que encuentra su nicho de mercado en las
acciones de a centavo, suficiente para hacerse de dinero a costa de estafas y
malversaciones de bolsa de valores.
En esta película es interpretado por el muso
de Scorsese, Leonardo DiCaprio quien nos ofrece un tipo adicto al poder, al
crecimiento de una empresa ultra rentable, fundada en la estafa a la clase
obrera y en ricos incautos. No se dispara una sola bala en las casi tres horas
de producción, pero el ambiente es de una violencia psicológica que una
balacera hubiera sido excesiva. Como vivir en Guatemala y eso ya no es patria
del entretenimiento, sino de la angustia.
Verle a DiCaprio como director de la banda del
infierno me ofrece una versión más real del papel que hizo en The Great Gatsby, todo meloso y plástico
como suelen ser los delirios de Baz Luhrmann – pero preciosos, eso sí – del
magnánimo Jay Gatsby que se antepone al megalómano de Jordan Belfort.
Entre estos dos personajes se narra la caída
en picada del sueño americano, Jordan Belfort es Jay Gatsby en drogas, en medio
hay dos guerras mundiales y petróleo. Nos muestra a distiempo, sentencia
talvez, que todo lo bueno termina y “hasta la belleza cansa”, como diría mi
maestro José José.
DiCaprio se ha develado como un tipo brillante
a la hora de personificar seres torturados y la cara bonita que era, es hoy un
lienzo en blanco para colocar las emociones más duras, el desplante más cínico,
los excesos maravillosos del infierno que es el ser humano. ¿Merece un Oscar?
Nunca. Hizo Titanic.
Es un filme emocionante, sin duda, pero no deja de darme ideas de las réplicas que se intentará hacer de esta película en
las altas esferas de chicos que más que buscar dinero - que lo tienen - querrán ser
los Belforts de las fiestas.
No tome mi crítica en el sentido moralista,
sino en el sentido de la influencia de un estilo de vida displicente hacia
todos aquellos que no son iguales a ellos, o fuera del círculo. Los mirreyes del exceso, del fracaso nuestro
como sociedad, la impronta cosificación del otro, el lumpen del oro.
Será gracioso ver a los formadores de opinión
política de este mi país que quieren meter su cuchara hasta en esferas que no
entienden, como la cultura, como condenan este tipo de cine al ver las tomas de
la actores inhalando cocaína, defenestrando al prójimo, cero ética laboral, sexo
puerco e intenso.
Al criticar ese estilo de vida, no caen en
cuenta que ellos mismos son los que propiciaron ese ambiente al pasar encima de
toda ley humana y divina que se haya creado o creará. No entienden tampoco que
hay potros que no se atan y que queman las riendas. Es natural y poco se puede hacer
para meterlos en la gris bolsa de la normativa.
Mientras ellos se somatan el pecho, sus
juniors juegan a ser el canchito DiCaprio y se lanzan en picada a una ciudad
que toma lo que sea al costo que sea. Hasta ganas de aullar me dieron, old sport.
No hay comentarios:
Publicar un comentario