jueves, 10 de abril de 2014

PRINGLES Y TERCIOPELO

Muchas cosas vi en esa casa grande de la colonia Mariscal. Era grande para mi tamaño y yo era un niño. La señora que me cuidaba allí era la mamá de mi padrino Miguel Ángel, y por antonomasia, mi madrina Consuelo. La madrina Connie.

Su voz era única dulce y rasposa, su cabello largo agarrado en una bola en la parte de atrás de la cabeza, estilo bailarina, sus gafas de cadena y su flaca figura me recibía con alegría cuando me dejaban para que me cuidara y ella me atendía en esa casa de muebles refinados y con volutas al final de los apoyadores de brazo. Emulando estancias victorianas, ese diseño de ostentación y elegancia que algunos hogares presentan mirando sobre el hombro.

El sillón de terciopelo corinto en el que me gustaba dibujar. ¿Han pasado los dedos en sillones de terciopelo? Se forman figuras cuando se peina al contrario y ese era mi lienzo donde hacía seres de palitos que borraba de un pasón de mano, un Etch A Sketch orgánico.

Allí vi por primera vez altas libreras tupidas de libros de cabo a rabo. Nunca pensé que nadie pudiera leer tanto en la vida. Olía los libros forrados en cuero y fue fetiche instantáneo. Como les dije, muchas cosas por primera vez.

Allí probé por vez primera las Pringles y fue un amor inmediato con esas papalinas onduladas y crocantes. Papas y Coca Cola. Mi madrina Connie me daba en una porcelana la fabulosa refacción y yo me sentaba en la nube roja y mullida de terciopelo a comer lentamente las hojuelas de papa y sentir el gas carbónico invadir mi boca con el dejo dulzón de la bebida.

Movía mis pies que colgaban desde la orilla del sillón al ritmo militar de un reloj de cuco que hacía sonar ese péndulo de izquierda a derecha, comiendo la cadena del peso. A cada hora salía el avecita de madera a hacer su canto a avisar que el tiempo pasa. Mi madrina Connie me enseñó a usar los relojes. A leer la hora, a entender el tiempo, a saber su marcha.

Me explicaba que así funcionaban los trenes en Estados Unidos: si decía que llegaba a las 15:03 horas, a esa hora llegaba y que para eso servían los relojes: para la certeza de las llegadas y partidas. Paraba el péndulo, jalaba hacia abajo la pesa y empezaba a subir nuevamente la cadena por la rueda de escape y al áncora bailando de un lado a otro. Tic toc, tic toc.

Me prestaba los juguetes con los que jugó mi padrino de niño. Una colección de trenecitos de hojalata y de autos pequeños con diseños norteamericanos. Allí supe del transcontinental que sale de San Francisco y termina en Albany. Armar los rieles como se arma un futuro. Desarmarlos como se guarda un juguete. La vida es un juego sepia. 

Ella murió dormida a principios de marzo de este año. Tenía alzhéimer y una silla de ruedas, unas manos amorosas y suaves que me enseñaron a usar relojes y me alimentaron con parsimonia. Escribía su nombre en los sillones de terciopelo para enseñarme a escribir el mío. 

Eso recuerdo de la casa grande llena de libros de cuero. Eso recuerdo de ese tiempo en que un ave breve daba cuenta de mis tardes. Un reloj ha dejado de caminar para siempre, somos la chatarra del tiempo.

2 comentarios:

Lea-monos dijo...

disfruto mucho de los finales, así como el final de una buena comida. Su postre. Me gustó leerte y más la sensación que me produjo el final.
:)

Juan Pablo Dardón dijo...

Muchas gracias por la lectura y me alegro que te haya gustado el postre. Saludos!