Los muchachos circulan por la 18 calle de la
zona 12 con el reggaetón a todo volumen en su auto polarizado de escape ronco. Reír
es lo único certero, mañana no, es una
promesa tan lejana como esa vida de excesos que rapean con voces chillonas los
cantantes de ese género tan amado y odiado. Sus ídolos. Ellos quieren ser reggaetoneros
porque es la salida fácil a lo que se les viene encima: ir a morir contando
dinero ajeno a un banco, o ir a morir en un call
center.
El taxista circula a velocidad Warp. Trasciende espacio y tiempo, el
canal intergaláctico de la 7ª. Avenida rumbo a la Universidad de San Carlos.
Lleva cara de desquiciado, huye de una amenaza que le persigue, talvez un TieFighter le persigue, o los klingons, o simplemente va a la
velocidad del deseo. Puedo verlo en su Hyundai Aeon y la cara muy pegada al
volante. Detrás de él, una estela de sus pensamientos y neutrones veloces que
oídos no iniciados, confundirían con ruido y prisa.
Ella, la muchacha habla por celular y se atraviesa
la calle. Es terciopelo el concreto y la acera, tiene botas imitación de Uggs y
sostiene una conversación, quiero imaginar, con su novio. Tiene cara de
enamorada y flotando va a media calle, el mundo alrededor de ella acontece con
esa parsimonia y tiempo detenido con el que acontece a los enamorados. Ella es
una burbuja y afuera las bombas atómicas se abren como girasoles.
El semáforo está en verde y los reggaetoneros siguen la marcha. El semáforo está en rojo, pero el taxista intocable a la velocidad de la luz, pasa. El choque. Es una explosión de cosas y de sonidos, los escombros caen lentamente como la ceniza de algo que dejó de existir y se deposita en el suelo delicadamente. El holocausto, por ejemplo.
Las cabezas se agitan en ese encuentro del
metal y plástico. Los muchachos con la bendición de la juventud, salen
inmediatamente del auto a ver el desastre. Están bien. El taxista, el más
golpeado, el más imprudente, ha chocado contra unos cigüeñales de motor
incrustados en la acera por los habitantes de la casa donde regularmente, van a
dar los carros chocados en ese cruce. La experiencia de la vivencia.
Hay a media calle vidrios rotos, el radio del
taxi, el suéter del taxista, una mochila con sus contenidos desparramados, un
rastro de aceite, el auto sangra su sangre negra y espesa de las entrañas
metálicas. El taxista se duele acostado sobre el timón y despierta poco a poco,
regresando de la ficción a una calle en medio de la colonia La Reformita. Se
levantan de los dinteles de las puertas, los borrachitos locales soporizados a
la ficción del mundo real y empiezan a caminar como los cuerpos lo harán el día
del juicio final. La onda de choque se desplaza a 343 metros por segundo.
Hay a media calle una muchacha tirada que no
sabe lo que pasa, hace unos segundos flotaba a través de la calle pensando en
el futuro como única posibilidad. Allí está tirada, víctima fatua de las circunstancias, víctima del reggeatón, víctima de física. Tiene la vista perdida e intenta moverse pero su cuerpo está desconectado de
las órdenes confusas de su dueña, ella vive aun y está dispuesta a media calle, su estructura rota, quebrada. La
cabeza abierta por donde sangra su sangre roja que se mezcla algunos metros
abajo en la calle, con la sangre negra del taxi. La vista fija en el cielo como
un meta, habla para sí misma cosas que ya nadie nunca sabrá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario