Sí, la Navidad es la época más linda del año, sin duda. A pesar del tráfico, de las muchedumbres aperchadas en las vitrinas como ñus frente al río Grumeti esperando pasar la barrera de la compra, y consumar la migración a la engañosa patria del consumismo. Esa sabana placentera donde adquirir productos y servicios es echarse una soga al cuello mientras suena Sinatra de fondo.
Pero Frank, el ojiazul, era
mafioso, un delincuente de cuello blanco que tenía a su cargo la familia de
Chicago, un papa negro, un fantasma que deambulaba entre la farándula, la
política y el crímen. Cantaba como los dioses, era la voz del Olimpo y se le
permitía todo. Incluso arrullarnos en esta época de villancicos, con su tono
profundo y el porte, ese deico porte que obligaba a todos a hacer lo que él
quisiera.
Talvez por eso lo
contrataron para cantar canciones de Navidad, porque motivaba a la tradición de
la familia norteamericana y hacía olvidar que también los gringos, basan sus
tradiciones en el crimen. Y como acá copiamos y pegamos lo que nos dicte la
televisión por cable, principalmente las agencias de publicidad que explotan el
arribismo y así promueven lentamente el malinchismo, henos acá copiando la
nieve hecha de jabón para nuestra Nochebuena tropical. Let it snow, let itsnow, let it snow.
La diatriba contra esto, está obsoleta. Es una
lucha perdida y ya no me empeño en esos detalles y me dejo llevar con los otros
de mi especie, cegado de bombitas navideñas y el cerebro tupido de gingles facilones y repetitivos. Hay que ser sensato
y saber cuando uno ha perdido, y esa pérdida inicia cuando se es padre de un
niño pequeño que quiere el paquete premium,
¿y qué hace uno sino ser un alcahuete y dárselo a manos llenas?
Tomando en cuenta el cargo de conciencia de no
vivir con él y ser un papá de fin de semana. Mi cachorro ya es un adolescente y
caí en cuenta de ello cuando le pregunté sobre sus regalos de Navidad y no
saltó inmediatamente con el listado de productos de moda. Me dijo que no sabía.
"¿No lo has pensado?", le espeté. “No, no sé lo que quiero”.
Listo. Es un adolescente simplón. En esas edades no
se sabe nada del mundo, no se quiere nada del mundo, no hay la menor idea de
quién es uno, qué se antoja, hacia donde va. Ya sé, ya sé, ya sé, me podrán
decir que cómo oso decir tales cosas de mi heredero cuando yo mismo padezco los
mismos síntomas. Pero yo me excuso porque me asumo un enfermo de literatura y a
ella le hecho la culpa de mis males mentales.
Me puse a repasar las Navidades pasadas de mi
pequeño que ya se acerca al 1.80, a cinco centímetros de mí y nos quedan las
canciones de Navidad. Puedo verlo de niño flaco haciendo cola para tomarse la
foto con el Santa Clós de imitación (yo soy el verdadero) en el centro
comercial y Rudolph the Rednose Raindeer me recordaba cuando conocí los
renos en Minnesota y no eran unos pinches venados maricas, al contrario, eran
animales cabrones y apestosos. Cuando le dispararon y comí su carne era ácida y
dura y no sentí el menor cargo de conciencia. La asaron en una parrilla
eléctrica y eso le mataba el sabor, yo necesitaba y añoraba el olor del carbón
y el ocote del fuego nacional, pero estaba metido en un maldito y lejano
campamento de Eagle Scouts en las planicies de Minnesota, cerca del Canadá.
Por eso nunca quise que mi hijo mirara Bambi, porque
no me agrada que una bestia salvaje de esas sea antropomorfizada a la ternura
cuando es un sobreviviente. Talvez algún día lleguemos junto a mi hijo a la
patria de la inmigración sueca conocida como Minnesota, donde los árboles
navideños son reales y no de ese bricho de color verde kaibil con que arman en
una espiral ascendente el ¿árbol? de este mall.
Minneapolis es una ciudad que tiene una gemela que
se viste de traje empresarial: Saint Paul. Mientras, la primera es dura, turbia
y la gente es rubia. Ricos y pobres. Inclusive las putas que caminan por las
calles con abrigos de poliester que imitan pésimo el pelaje de la chinchilla o
del zorro gris de los urales. Botas largas hasta los muslos y se dejan ver
apenas las medias caladas de la rubia con el pelo mojado por la nieve. Es una
lindura de los excesos, fuma y la adivino triste.
Por eso logré entender esa postal que canta Tom
Waits por estas épocas, la fatídica y dura Christmas Card From a Hooker in Minneapolis. Yo lo vi en la Avenida Hennepin. En esos meses estudiaba en el Anoka High School y viajaba los fines de semana a la ciudad para
ver la Navidad de cerca y lo que recuerdo es a la chica caminando la nieve con
los ojos hundidos de frío y rímel. Escucho la canción y sufro de amor y de
mentira y de esperanza.
Dreaming of a White Christmas me rompe por dentro y deja parado con el cascarón.
De eso hace siete años: frente a la puerta de la casa de la madre de mi pequeño,
mi hijo me urgía pasar las doce con él y que abriéramos juntos sus regalos, yo
tenía que irme porque no era bienvenido y me tocaba un largo viaje a mi casa
donde me esperaba nadie. Bing Crosby, con ese dejo ralón de voz, parecía
recitar la escena con sarcasmo.
La música navideña es un avis rara en el universo
musical. Inclusive en la clásica o de cámara, pero existe en cualquier género: reaggetón (El General y su Jingle Belele),
jazz (Discos de época de Centro Comercial), rock (John Lennos, The War is Over), pop (Mariah Carey, All I want for Christmas is you), bachata (Aventura, Burrito Sabanero), rap (Run DMC, Christmas in Hollis) balada (Luis Aguilé, Ven a mi casa esta Navidad), banda (NorCali, Regalo Especial), rancheras (Vicente Fernández, Mi Nochebuena), texmex (Los Fugitivos, Triste Navidad cortesía del amigo Wiliam Ajanel) y como no, el
soundtrack de las películas características navideñas donde la invariabilidad
de la trama les hace tan osadamente repetitivas. Casi infernales. Hay
inclusive, sub géneros como el disco de Purina de Navidad donde los villancicos se cantaban ladrando.
Recuerdo haber visto El día de la marmota y la
angustia de la gente alegre y la inmensa felicidad de un pueblo, mientras la
psicosis de Bill Murray nos contagiaba a todos los espectadores con esa risa
nerviosa al ser testigos del deterioro mental de una persona cuerda en medio de
la locura. Así vivimos nosotros, un eterno día de la marmota sólo que el ciclo
no es diario: es anual. I got you, babe.
La música de mi hijo es Skrillex y compañía.
Alguna verdad encontrará en esos sampleos donde pareciera que el autobot Optimus
Prime canta una ópera dedicada a alguna camioneta de servicio público, porque
le gusta al transformer este y ya saben lo que dicen de las callejeras, que son
como las garnachas: sucias pero ricas.
Para eso prefiero aquel turbio y fallido especial
de Star Wars navideño que me hacía
llevar el espíritu navideño a otras fronteras. Galaxias, en este caso. Sucedía
igual con los mundos de las caricaturas como He Man o Shera donde sus
especiales de época eran tan incluyentes que lograban traspasar al mismísimo
Santa a Eternia. Y no me acuerdo de haber ido porque como les dije
anteriormente, yo soy el verdadero Santa.
Apenas hace unos días estaba mi hijo inmerso en mi
celular cuando sonó Depeche Mode, Personal Jesus, en la radio y fue lo
suficientemente buena para que mi hijo la aprobara. Ahora es un converso de la
voz de David Gaham y escuchamos a todo volúmen sus mejores éxitos cuando vamos
en carro. Sí, I´m taking a ride with my best friend y me encanta.
Vivimos un idilio padre hijo por momentos antes que él se sumerja en su mundo
de MTV (que ya no entiendo) y yo me siento a leer en la sala como el viejo que
soy.
Antes no era viejo, yo era alegre y rebelde. Salía
a bailar a todos los convivios al ritmo de la cumbia y a tomarme la vida en las
rocas. Mis amigos y yo ardíamos mientras incendiábamos una ciudad asquerosa,
triste, purulenta de tráfico y lucecitas navideñas, con manzanilla en las
cuadras y posadas. Horrible pero nuestra, como nuestra realidad diaria. Ya
saben, habitamos la ciudad más fea del mundo y donde mes con mes, se
baila cumbia en un ritual desenfrenado para aquellos que no vivieron en la
periferia, en el límite de lo surreal, lo banal y las sustancias prohibidas.
Todo con un sorbito de champán.
Estamos en el momento justo del año en George
Michael nos cuenta religiosamente desde 1984 cómo entregó su corazón el día de Navidad y lo desecharon un 26 de diciembre, por ese entonces aun no
había salido del closet e intuimos entonces que el mariachi le rompió el
corazón (entre otras cosas). Cada vez que suena la canción, es para mí, el
verdadero inicio de la Navidad. No sé ustedes pero yo tengo el espíritu
navideño desde septiembre.
Vaya dolor el del ex cantante de Wham que en estas
temporadas comparte junto al Buki y su Navidad sin ti. Ambos
apologéticos a la pérdida del amor en esta época tan cruel para estar solo. El
corazón roto no distingue géneros musicales ni razas, ni estatus sociales. Los
guerrilleros del texmex conocidos como Los Tigres del Norte cantan aquel himno
conocido como Navidad de los Pobres y lo recuerdo en el único concierto
que fui donde borracho como una cuba, cantaba abrazado de un mecánico de autos
y su esposa vendedora de verduras. Yo venía de una boda y mi novia de esos años
me esperaba allí. La pasamos genial y enamorados. Un mes después, me dejó por
un mexicano y entendí porqué lloraba con Golpes en el Corazón ese día.
Ese año la música big band volvía a mi vida, pero
esta vez de la dulce voz de Vic Damone y la melancolía de la gente que sale a
la calle a caminar buscando el regreso a un instante que ya nunca será. Vagabond Shoes me hizo desgracia la vida ese año junto a Connie Francis y el canto al amor eterno y la paciencia y la locura, llamado I will wait for you.
“Papi, a veces la Navidad
es triste, ¿verdad?”, me pregunta curioso mi hijo, talvez de verme transitar
esta avenida callado, cavilando sobre esta época. “Sí mijo”, le digo a secas.
Me entiende y voltea a ver a la calle y se hunde en el tráfico con sus propios
pensamientos y el inicio de su nostalgia, el inevitable inicio de la nostalgia.
Hay que arder hasta ser ceniza. Hermoso texto señor Dardón.
ResponderEliminarOpino lo mismo un hermoso texto. La comunión entre padre e hijo hilada en vísperas navideñas.
ResponderEliminarSos grande JuanPablo.
No debiste recordarme la canción más triste del mundo (como decís vos) que escribió Tom Waits, la primera vez que entendí lo decía lloré como cochinita pibil.
Y sí, empiezo a creer que las navidades son tristes.
ANÓNIMO: gracias por la visita :)
ResponderEliminarFILIS: Tom Waits es un genio, simple. Semos tristes navideños amiga.
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