jueves, 31 de marzo de 2016

RÉQUIEM POR LA MUERTE DE ADOLFO DARDÓN, HOMBRE DE CAMPO


Fue ayer después de almuerzo que la voz de mi tía Dinora me lo hizo saber. El tono quebrado, tratando de mantener la cordura, lo dijo todo. No le escuché bien los detalles, tampoco fue una llamada larga: mi tío Adolfo Dardón había muerto por complicaciones respiratorias.

Una semana antes había sido internado de emergencia porque se le habían llenado los pulmones de agua. Tenía neumonía por una gripe larga y mal cuidada y allí estaba, tendido en una cama con un motor V8 en el pecho, ronroneando a cada exhalación. Ese tipo de muertes ya son escasas con los avances médicos, pero ¿qué le vamos a hacer?

Era un tipazo mi tío. Hombre de campo sin feriados, sin vacaciones, sin concesiones, tenía brazos de enano de las mina de Moria, era fuerte y recio. Por eso cuando me dijeron que estaba hospitalizado simplemente me dije "pinche tío, por necio cayó al hospital, ya le haré conciencia cuando salga". Ya nunca salió.

Hoy se cumplen 40 días de la muerte de su mamá, mi abuela Felisa. Siendo el tronco de mar que fue Adolfo, supuse que la tristeza lo había encamado y metido tubos en los pulmones para extraerle las lágrimas. Sí, si no se llora a un muerto, se llenan los pulmones de lágrimas y tristeza y eso lo mata a uno. Yo lo sé ahora.

Cuando yo era pequeño, lo admiraba tanto. Cuando crecí, fue igual. De adulto aprendí a respetarlo. El campo es un país aparte que no tiene fronteras, él fue un ciudadano respetable, ético e incansable. Me enseñó a tomar leche al pie de la vaca, a marcar novillos, a querer el mar, a escapar del alfaque, a ser un tipo de ahuevo que no se amilana frente a la vida, ni la muerte.

Su papá, mi abuelo Salva, se le murió en los brazos de un paro y aun así manejó hasta la ciudad para intentar salvarlo pero ya el patriarca había comenzado el largo viaje. Estudió agronomía en la San Carlos en los tiempos donde mataban estudiantes por deporte.

Logró títulos de propiedad para los habitantes de la aldea Ticanlú en el tiempo de Colom al decirle a Álvaro y a Sandra de frente "Si no vienen a arreglar nada, den la vuelta y váyanse, acá estamos cansados de gente como ustedes". Torres coordinó con el ministro de Agricultura la entrega de los mismos y se hizo sin cobro alguno. Así se sabe que hay gente ahora en esa aldea, en la playa de El Semillero, aunque siguen importando igual que antes: nada o casi nada.

Su última aventura fue hacer un colegio. Allí le enseñaba a los muchachos de la aldea las primeras letras y los secretos del campo, el lenguaje ignoto de los animales, la observación larga de la naturaleza. Sacó tres promociones, o no sé. Hay gente que en este momento le llora desconsolada en su tierra donde es tan extrañado y querido.

La aldea Ticanlú, queda a un kilómetro de la playa El Semillero, Escuintla, desde la casa escuchaba reventar el mar en las noches húmedas y frescas. Ese lugar fue mi refugio. Lo fue para muchos amigos, los más cercanos, los hermanos, que llegaron a conocer esa playa lejana y vacía donde adolescentes aprendían a beber como cosacos y hablábamos de las cosas que preocupan a gente de esa edad. 

Vaya casa la de los abuelos que tomó Adolfo, siempre estaba la mesa llena a pesar de las temporadas de sequía y malas cosechas, de las vacas flacas y el zacate muerto. Siempre hubo una montaña de camarones en su mesa, siempre caldo de gallina criolla, agua dulce del pozo y la gente que entraba y salía del corredor. 

Decir su nombre en esa aldea, en la playa, eran las palabras mágicas para saber que teníamos el beneplácito de Ronco Dardón. El gran Adolfo y su moto Suzuki. Ya nunca me pudo enseñar a manejarla.

Recuerdo a la jauría de primos que anduvimos en esos ranchos, en las palanganas de los pickups regresando de la playa, descalzos, descamisados, libres como albatros, rompiendo las nubes de mosquitos con el pecho, investigando las plantaciones de plátanos, los chiqueros, azuzando el ganado.

Devorábamos tortillas del comal con frijoles de olla y queso fresco del día. Eran los tiempos felices. Ahora somos adultos y nosotros, los primos, salimos a buscar que había detrás del mar y Adolfo nos despidió a todos. Puta madre, me quiebro de pensarlo, ¿verdad Majo?

Recuerdo a mi hermano José manejando mi pickup al atardecer y yo estúpidamente alcoholizado viéndolo de lado y El Camino de Alex Syntec sonando. Veníamos de una jornada de licor y playa y Adolfo me ayudó a bajar del carro y me dio mineral y me puso otra en la cabeza. Se reía de mí y conmigo, "hay patojo, la próxima vez no te desnudes en la playa", y se cagaba de risa.

Bebimos con él mucha cerveza y me contaba las historias del lugar. Son tantas y me duele el corazón intentar recordarlas. Será para después. Le debo una novela al Ronco, tengo que devolverle la vida en una novela al Ronco.

Que mi tio haya muerto significa también que murieron las historias que él tenía de mí. Con la muerte de Adolfo, ha muerto el Juan Pablo de esos años que él fue testigo. Este luto es por nosotros, los que fuimos y ya nunca seremos. Nos abrazo en esa memoria.

Y nada más. Hasta acá me dan los dedos.


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