Cuando era adolescente, El Canche era mi vecino. Le decían
así por obvias razones, tenía el pelo café claro, sin llegar a rubio, los ojos
miel y el bigote pelirrojo. Era alto y delgado, con una voz ronca y segura de
sí. Era un personaje torturado por un sino profundo, me recordaba a Van Gogh.
Creo que todo guatemalteco que ha crecido en el área urbana
ha conocido a un “canche”, o a un “negro”, o el “chino”, o lo que sea. Apócopes
que dan fe de la tipología del apodado. El Canche, era un tipo que me llevaba
unos 15 años de edad y vivía con sus papás.
Vivía con sus papás porque estaba divorciado y tengo
entendido, con hijas. Dos supongo. Era un vivo El Canche, se dedicaba a trabajos
varios, a negocios improntos, creció en la Guatemala ciudad en pleno conflicto
armado, no se dio cuenta de ello, creo.
Se mantenía en una tienda a dos cuadras de la casa donde se
juntaba con otros de su edad a tomar cerveza y fumar, a comer panes con chile
relleno que vendían en el local y a emborracharse con la dueña, que patrocinaba
un día sí y otro no, las juntas de los enfants
terribles de la colonia.
Ya no eran tan enfants,
podía encontrar allí a gente uniformada de banco, de tipos engrasados que
reparaban autos en los garajes de su casa, que supongo, vivían igual que El Canche,
con sus papás. Eran hombres de grandilocuentes charlas con planes inacabados. Con
trabajos de necesidad y no de gusto.
A veces me encontraba con El Canche caminando rumbo a su casa,
donde su madre le esperaba con la pena de ver a un hijo que anda por el mundo, bebiéndose.
Eran charlas mínimas de dos cuadras, la ronquera aguardentosa hacía eco en las paredes.
“Hoy sí la voy a reventar”, me decía. “Hay un negocio de llantas
usadas que la gente no quiere y que lo vamos a vender a México, donde compran
el caucho para reciclar”. Y nada. O, “Te vendo una televisión clásica, de esas
viejitas pero buenas”, o, “Me voy a meter a política, conozco a un cabrón que
está en el (inserte nombre de partido gobernante de turno) y me dará un hueso.
Hoy sí la voy a reventar”.
Nada.
Vivía de la esperanza, esperando un golpe de suerte que
siempre le fue esquivo. La Fortuna nunca asestó el golpe, pero siempre andaba
herido, por la cruda o con sendos moretones en los ojos de broncas de
cantina, de no dejarse de la vida, de no rescindir a un instante que le
cambiaría la rutina.
Siempre le prestaba dinero. Algún billete que me pedía para
armar un conato de negocio que siempre supe, era para el trago, para el vicio,
para escapar, pero estaba preso de sí mismo, sujetado del cogote por sus
demonios que lo puyaban con dolorosos tenedores.
La rehabilitación. Saltarse las paredes del centro. La pierna
quebrada. Las épocas de ausencia de la casa paterna. La madre en constante
espera. Los abrazos de las fiestas de fin de año. Y en enero, los planes,
escritos en el aguardiente, pero escritos.
Luego me fui. Deambulé por los mismos caminos volcánicos: el
exceso y la noche. Pero yo sí le agarré el manto a la Fortuna, encontré el camino
de salida del laberinto y salí. Burlé al Minotauro. El vecindario se fue
vaciando y habité una casa del vecindario, donde vivo aun.
En mis desvelos, en noche silentes de la Guatemala ciudad
suburbana, mientras yo me devoraba miles de páginas de libros, podía a él
escucharlo, devorándose las sombras de la calle, en un soliloquio. La ronca voz,
una poderosa voz reptando debajo de los portones de las fortalezas de la
cuadra, la risa de búfalo.
Hoy visité a mis padres y me dijeron que murió ayer domingo.
Así amaneció, ya muerto, encontrado por su amorosa madre, una mujer deshecha
por el dolor de haber enterrado a su esposo hace 15 años, un 1 de julio, igual
que su hijo.
“Hoy sí la voy a reventar”, vaya mantra que elegiste, mano. Un
grito de guerra de una pelea que nunca fuiste destinado a ganar. La vida te
venció el pulso.
Que la paz te haya encontrado, Canche.
Yo conocí al Canche, solo que no era canche, era El Negro y al igual que El Canche, recién supe que falleció, tendido cuan largo era, en el portal de su casa. Ya no quiso entrar a su casa, prefirió quedarse bañado de luna y de estrellas. RIP
ResponderEliminarPuta! Este escritor no conoce el significado de la palabra apócope...
ResponderEliminar